capítulo extra
Una cosita que contar
Era oficial. Nos íbamos a vivir a Gotemburgo una temporadita. Lo primero era comunicarlo a la familia. Tarea nada fácil, en especial para mí, que temía la reacción de tristeza entre los míos, sobre todo de mis padres. Pedro no sentía tanta aprensión, ya que en su familia los viajes y vivir en el extranjero estaban a la orden del día.
María, mi hermana, fue la primera en conocer la noticia. Siempre hemos estado muy unidas, a pesar de los doce años de diferencia de edad que tenemos. Quedamos para comer en el despacho de María, que contaba con poco rato para los almuerzos.
—¿Te apetece un poco de ensalada? La hice anoche, después de acostar a los niños. Me encanta la rúcula. La verdad es que muchas veces no sé muy bien qué traerme para comer. Pero mira, un bocata de jamón con tomate y una ensalada, y tan ricamente. Porque los de la calle, muchas veces están asquerosos, y además cuestan una pasta.
—Pues sí —respondí distraída, porque no hacía más que pensar cómo plantear el asunto a mi hermana.
—Espérame, que voy a por papel de secar las manos al baño. No tengo servilletas, se me ha olvidado traerlas.
—Vale —dije mientras por dentro hervía y veía pasar el tiempo sin encontrar un resquicio en el que soltar la bomba. Mientras esperaba, no dejaba de pensar: «me cago en la leche y en las servilletas… no podrá parar esta mujer sentadita en su sitio… ¡Ay! ¡Que se siente ya de una vez, por Dios…! ¡Así no hay forma de decírselo!».
—Hala, ya está. Toma. Anoche, cuando hablé con papá y mamá me dijeron que les había llamado tía Rosa y que…
Sentada frente a mi hermana en la mesa de oficina, que hacía las veces de mesa del comedor, la oía hablar y hablar, pero no la escuchaba. Estaba perdida en mis pensamientos y sólo era capaz de responder «ujú, ajá…». En un instante en el que María paró para tomar aire, viendo que o hablaba o callaba para siempre, vomité:
—Tengo que contarte una cosita.
María detuvo el bocadillo en su boca justo en el momento en que iba a hincarle el diente. Lo bajó muy lentamente, tragó saliva, cogió el trozo de papel de manos del baño, se limpió los labios y, con los ojos muy abiertos y cara de incertidumbre, preguntó:
—¿Qué?
—No, no estoy embarazada —contesté respondiendo a la duda no expresada aún por mi hermana—. Nos vamos a vivir a Gotemburgo dos años.
—Pues vaya putada —no pudo reprimir María con los ojos llenos de lágrimas—. No me malinterpretes. Me alegro por ti, por vosotros, quiero decir. Pero es que os vamos a echar mucho de menos.
—Ya, y nosotros a vosotros. Pero son sólo dos años… el tiempo pasa rápido. Ya sabes, es una experiencia, y hace años que tenemos ganas de liarnos la manta a la cabeza… Lo que más palo me da es decírselo a papá y mamá. Se lo van a tomar fatal. ¡Con lo unidos que están a la niña! ¡Puf, vaya palo! Pepe me preocupa menos, la verdad. Aunque soy su hermana pequeña, él está acostumbrado a ver estos cambios en su entorno laboral y estoy segura de que no le pilla de sorpresa.
—Sí, es verdad. Bueno, no te preocupes. Es posible que papá y mamá se lo tomen mejor de lo que piensas. Quien lo va a llevar fatal es Lucía. Ya sabes que os adora. Se va a llevar un sofocón terrible, tendremos que pensar cómo decírselo.
Lucía, hija de María, era una adolescente parlanchina y muy simpática que siempre se ha llevado muy bien con nosotros y que, desde bebé, demostró su predilección por Pedro.
—Sin embargo, Felipe se va a poner contentísimo —continuó María—. Ya sabes que una de sus ilusiones siempre ha sido trasladarse a otro país. Le habría encantado, pero a mí no. Yo no me veo capaz. No me tienta nada. Si te soy honesta, todo esto me cabrea un poco. ¿Estás segura de que tú quieres? ¿No es cosa de Pedro?
—No, yo realmente quiero. Es cierto que él es más animoso que yo en este asunto, pero para mí es una manera de superar la espinita que tengo clavada por no haber seguido tus consejos y haber estudiado un año fuera. Siento que es ahora o nunca. Y esta vez no quiero dejarlo pasar y pensar el resto de mi vida que me equivoqué.
—Ya —musitó María, desarmada por mi argumentación. Su mirada estaba llena de ternura, amor y comprensión.
Dejamos correr las lágrimas y nos fundimos en un emotivo abrazo.
—La próxima vez que me digas que vienes a comer conmigo, no te voy a dar cita.
—Bueno, piensa en que vas a tener un sitio exótico en el que pasar las vacaciones.
—¡Ah!, sí, eso sí. Pienso pasarme un mes enterito allí con toda la familia.
El primer paso ya estaba dado. María ya lo sabía. Siguiente objetivo: Pepe, mi hermano. Resultó ser más escurridizo que una trucha. ¡No había forma de sincronizar agendas para comer! Al final, en un desesperado aquí te pillo, aquí te mato, logré quedar con él en un atestado Rodilla. Tenía menos de una hora para contarle todas mis tribulaciones.
—Pepe, tengo que contarte algo —dije prácticamente, al tiempo que depositábamos las bandejas sobre la mesa y sin darle tiempo ni a recolocar los sándwiches.
Levantó la mirada y me invitó a continuar con un gesto casi imperceptible de su mandíbula.
—Nos vamos a vivir dos años a Suecia. Pedro ha aceptado un puesto allí de expatriado.
Cada vez que decía aquella frase, ni yo misma terminaba de creérmela y, además, se abría en mi mente un agujero negro a modo de tornado en el que se introducían mis miedos, ansiedades, asuntos por cerrar, recados por hacer…
—Pues muy bien. No me extraña nada. Cuando surge una oportunidad interesante hay que cogerla. Y te digo una cosa: ahora es el momento. La niña es pequeña, y vosotros jóvenes. Estas experiencias marcan la vida y son siempre positivas.
Pepe había reaccionado tal cual imaginaba que lo haría, pero su apoyo, aunque esperado, no era por eso menos reconfortante.
—Sí, eso pensamos nosotros también.
—¿Se lo has contado ya a papá y mamá?
—No, todavía no. No quería hacerlo hasta que no fuera seguro al cien por cien. Y la verdad es que estoy cagada.
—Ellos han vivido mucho. Y saben que la vida es como es. Lo van a sentir sobre todo por la niña. Pero no tengas miedo, seguro que lo encajan mejor de lo que piensas.
—Eso espero.
—¿Tú qué vas a hacer? ¿Vas a seguir trabajando?
—Creo que sí. Estamos viendo todo el tema legal y, si puedo, seguiré trabajando desde allí. Pero no es fácil enterarse de cómo va el asunto. Llevo tres días llamando, mirando páginas web oficiales y personándome en oficinas. Pero nadie me da respuestas claras. Tengo pendiente la visita a un abogado para ver si me aclara algo.
—¿Y la niña?
—La niña irá allí a una escuela infantil internacional. El sistema educativo es diferente y no es obligatorio ir al colegio hasta el año en el que cumplen seis años. Mientras tanto, están en escuelas infantiles, vamos, una especie de guarderías. Queremos que vaya a una internacional porque así aprenderá inglés, que luego es más útil y más fácil de mantener en España que el sueco.
—Claro. Pues menudo regalo que le vais a hacer. Los niños son como esponjas y está justo en la edad de aprender con facilidad
—Ya, eso dicen, pero a mí me da palo. Creo que lo va a pasar mal. Allí sola, lejos de la familia y de sus amigos…
—Verás como no. Los niños se adaptan a todo. Y con la casa ¿qué vais a hacer? ¿La alquiláis?
—Pues no lo sé. Nos da un poco de miedo alquilarla, y además, cuando vengamos de vacaciones, es más cómodo ir a nuestra casa pero, por otro lado, dejarla cerrada y estar pagando la hipoteca…
—Si podéis, no la alquiléis. Yo tengo compañeros que se fueron como vosotros, alquilaron la casa y cuando llegaron se la habían destrozado.
—Ya, eso es lo que nos da miedo pero, por otro lado, el dinero…
—Ya, pero seguro que la oferta que le han hecho a Pedro es buena.
—¿Te puedes creer que todo está aprobado y muchas cosas muy adelantadas ya, pero aún no han concretado los detalles económicos? Suponemos, por lo que sabemos de otros casos, que será buena, pero no sabemos de cuánto. Esperamos que nos digan algo entre hoy y mañana.
—¿Y cómo va el tema de la mudanza?
—¡Ay! Es un lío. Nos pagan un guardamuebles y la mudanza hasta allí. Pero como aún no sabemos qué vamos a hacer con el piso, pues tampoco podemos empezar a pensar en los detalles. Los días van pasando, y se supone que Pedro debería incorporarse a finales de mayo. No sé qué vamos a hacer. El tiempo se echa encima. Me gustaría irnos todos juntos, pero es posible que yo me tenga que quedar a cerrar la casa.
—Y allí, ¿qué tipo de casa tendréis? Os la facilita la empresa, ¿no?
—Sí, y por lo que estamos viendo, son alucinantes. El tema de la vivienda allí es bastante complicado, pero supongo que para las multinacionales es todo más sencillo y tendrán un cupo para expatriados o algo así. Allí lo gestiona una agencia inmobiliaria que ya nos ha mandado varias ofertas. ¡Y pedazo casas! Decidimos lanzarnos a la experiencia completa y pedimos casita a las afueras de la ciudad. Parece ser que allí los atascos no existen y que la mayoría de la gente vive en residencias unifamiliares a las afueras. Pensábamos que iban a ser tipo adosados, pero no. Son mansiones. Las que nos han mandado son viviendas de trescientos metros cuadrados, con tres plantas, jardín de otros quinientos metros cuadrados… ¡La pera limonera! Estamos que se nos cae la baba. Así que ya sabéis dónde podéis pasar unas vacaciones diferentes.
—¡Hombre, claro! ¡Faltaría más! Ahí estaremos, la familia al completo. Inspeccionando el terreno. Oye, por cierto. ¿Has pensado en meter en el camión de la mudanza el aceite y las botellas de alcohol? Luego allí eso es carísimo, y mis compañeros de curro que se han ido así dicen que es de las mejores cosas que han hecho.
—Pues no lo había pensado, la verdad. Pero tomo nota.
Tras dar rápida cuenta de la comida, nos despedimos con un súper abrazo a las puertas del metro. Con fuerzas renovadas después de la conversación con mi hermano, pensé: «Y ahora, papá y mamá».
El tiempo se me echaba encima, pero no encontraba el momento. El día de mi cumpleaños vi que ya no podía retrasarlo más y fui yo quien les di el regalo. Para mí era una costumbre pasar por el hogar paterno en cada cumpleaños, independientemente de que, como aquel año, celebrásemos más tarde una fiesta familiar en la que comer pastel y pasar un rato toda la familia reunida. Pensé que esos minutos de intimidad con mis padres sería el instante de explicarles nuestra decisión.
Cuando por la mañana llegamos a casa de mis padres, casi no podía respirar. Iba atacada. Tras los saludos y felicitaciones de rigor, ya no pude contenerme más e, intentando mantener la calma y exteriorizar una confianza que estaba muy lejos de sentir, disparé:
—Tenemos que deciros algo importante. —Mis padres siguieron jugando con Olivia, que estaba muy entretenida con un ábaco—. Bueno… veréis… a Pedro le van a trasladar a Suecia. Es una buena oportunidad y no podemos decir que no y…
—Ya —contestó mi padre—. Si tiene que ser así y es bueno para vosotros, pues nada. ¡Hombre!, mamá y yo preferiríamos que estuvieses aquí siempre, pero así es la vida. ¿Es bueno para vosotros? Pues para nosotros también.
—Claro que sí, hijita —asintió mi madre con una gran sonrisa.
Me quedé con la boca abierta. Sentí como toda la ansiedad que tenía corría por mi cuerpo y desaparecía. Una inmensa alegría ocupó su lugar y lo único que quería era saltar y aplaudir para dar rienda suelta a mi adrenalina.
—¡Gracias, gracias, gracias! Este es el mejor regalo de cumpleaños que podíais hacerme.
—Pero, hija, ¿qué pensabas que te íbamos a decir? Mamá y yo sabemos cómo está el mundo y ya hemos vivido mucho. Esto no es más que otra etapa en nuestras vidas y en las vuestras.
—¿Estás contenta, hija? —preguntó dulcemente mi madre.
—Sí, mamá, pero asustada. Sobre todo, porque no quería daros el disgusto.
—Pero, hijita… Si tú eres feliz, nosotros también. Os vamos a echar mucho de menos, pero ¿qué le vamos a hacer?
—¿Y tú, Pedro? ¿Estás contento? —inquirió mi padre.
—Claro que sí. Creo que es una buena oportunidad y que lo vamos a disfrutar mucho —contestó mientras me rodeaba con su brazo.
—Nos gustaría muchísimo que vinierais a vernos, y que conocierais todo aquello. Creo que os encantaría, sobre todo a ti, papá. Pero entiendo que os de miedo el avión, el viaje… no quiero agobiaros, sólo que sepáis que…
—Pues no te digo ni que sí, ni que no. Si podemos y los médicos nos dejan, iremos —me cortó con suavidad mi padre.
—Así es, hija —corroboró mi madre.
Por segunda vez en menos de cinco minutos me quedé con la boca abierta. Miré a mis padres y pensé: «o me los han cambiado o no los conozco en absoluto». Una tremenda ola de amor me envolvió y me abalancé sobre mis padres para abrazarlos y susurrarles:
—Gracias, gracias, gracias…
Cuando salimos a la calle, cogí de la mano a Olivia y tomé el brazo de Pedro. Los apreté fuerte, los miré, sonreí, respiré profundo y, levantando la mirada al cielo, pensé: «¡Gotemburgo, allá vamos!».
La parte complicada estaba hecha. Superada la prueba de decírselo a mis padres, todo parecía sencillo. Aquella misma tarde, durante la celebración en casa del cumpleaños, se lo comunicaríamos también a los padres de Pedro. Estaban separados y normalmente no los veíamos a la vez, pero en las celebraciones familiares solían coincidir. Pedro y yo estábamos convencidos de que la noticia se la iban a tomar bien, porque ambos estaban acostumbrados a viajar y habían enviado y animado a todos sus hijos a estudiar fuera de España para que aprendieran otros idiomas y vieran otras culturas. Además, Marta, la hermana mayor de Pedro, llevaba años viviendo en distintos países. Su último destino era Dubai, donde trabajaba como profesora de español y francés en un exclusivo colegio inglés. Luz, la pequeña, también era, a sus veintitrés años, una entusiasta viajera. En aquellos momentos disfrutaba, en todo el sentido de la palabra, de una beca universitaria en una pequeña y no muy conocida ciudad polaca llamada Wroclaw.
El padre de Pedro fue el primero en llegar. Mientras le servía una cerveza, Pedro le dio la noticia.
—Papá, nos vamos a vivir dos años a Suecia. Hay un puesto que se ajusta a mi perfil allí y hemos decidido irnos para allá.
—¡Uf! No me parece bien. ¿Qué quieres que te diga? No me parece buena idea. Va a ser un lío para la niña. Ella está aprendiendo a hablar ahora y comenzar con otro idioma sólo puede ocasionarle retrasos en el aprendizaje. Según varios expertos, la mente infantil se puede ver trastornada por la confusión dialéctica. Y esto es así. Además, Raquel, ¿tú qué piensas? ¿Vas a abandonar tu trabajo? ¿Estás segura de que quieres irte? Allí el clima es durísimo. El frío, y sobre todo la falta de luz, provoca grandes depresiones.
Pedro y yo nos quedamos mudos de sorpresa.
—Hombre, Ramón, nosotros pensamos que es una buena oportunidad y que los cambios siempre son positivos. Yo estoy de acuerdo y nos apetece a los dos —repliqué.
—La niña, por lo que todo el mundo dice, está en la mejor edad para aprender idiomas. Además, la intención es llevarla a un colegio internacional donde aprenderá inglés. Me sorprende que pienses así, papá. A ti te encantan los idiomas y hablas varios.
—Sí, pero ella es muy pequeña y su mente se puede sentir confundida. Y el carácter sueco y su clima no es fácil. ¿Cómo se va a relacionar con otros niños? Y estará lejos de la familia. Alejáis a mi única nieta de mí. Y tú, Raquel, allí lo vas a pasar fatal, con aquella falta de luz…
—¡Jo! Ramón, no me animes tanto… —intervine con tono molesto.
—No, papá, estamos seguros de que todo va a salir estupendamente, y que la niña, aunque al principio lo pasará mal porque no va a entender nada, a la larga será todo ventajas para ella.
En aquel momento sonó el timbre de la puerta. Era Marisa, la madre de Pedro.
—¡Hola, chicos! —saludó mientras intentaba coger a Olivia que, como era habitual, se escurría como una lagartija.
—Olivia, cariño, ven a darle un beso a la abuela.
—Mamá, ahora no puedo. Mira, estoy haciendo una cosa…
—Olivia, no seas así, venga… ven a darle un beso a la abuela que te quiere mucho.
—Déjala. Le había traído una cosita, pero si no la quiere ahora…
—¡Ay! Sí, sí, espera, abuela. Te quiero mucho.
—Hola, mamá. ¿Qué tal todo?
—Bien, hijo. Con mucho calor. He venido andando por El Retiro y hace una tarde buenísima. ¿Y tu familia, Raquel? ¿Aún no han llegado?
—No, todavía, no. Ya sabes que no son nada puntuales. Espero que no tarden mucho.
—Bueno, mamá, así aprovechamos para contarte con tranquilidad una noticia.
—¿Estáis embarazados?
—Eh… no. No es eso. Es que voy a hacer un cambio de lugar de trabajo. Nos trasladamos a Suecia.
—¿Qué? —dijo Marisa con cara de angustia y mientras unas gruesas lágrimas acudían a invadir sus expresivos ojos verdes.
—Pues eso, mamá. Que nos vamos a vivir a Suecia.
—Pero sólo dos años —intervine viendo el disgusto que se estaba llevando mi suegra.
—Nos vamos a un país muuuy lejano —dijo Olivia.
—No, hija, a un país muuuy lejano no. Sólo un poquito lejos —maticé.
—¿Qué voy a hacer yo aquí sola? Todos mis hijos viviendo en otros países...
—Venga, mamá, no te disgustes. Si vas a venir a vernos.
—Y nosotros vamos a venir en vacaciones, en Navidad…
—Ya, pero no es lo mismo —replicó tristemente Marisa, mientras se quitaba una lágrima con la mano.
—Pero, si además, Luz viene ya muy pronto. La beca finaliza a primeros de junio.
—Sí, pero ella se irá a vivir con el novio y casi no la veré.
—¡Venga, mamá! ¡Anímate! Si esto es casi como hasta ahora. Viviendo tú en la playa y nosotros aquí, tampoco nos veíamos mucho. Y desde Alicante hay vuelos muy baratos y directos, que desde Madrid no los hay. Ya verás, casi no vas a notar la diferencia.
—Ya, ya… eso dices tú, pero aquí estábamos todos en España y ahora vamos a estar lejos unos de otros, lo cuentes como lo cuentes.
Por una vez, el timbre de la puerta salió al rescate de la difícil escena que se estaba desarrollando. La ruidosa familia de mi hermana, con María a la cabeza y los abuelos Fede y Carmen cerrando la marcha, hizo su aparición. Unos minutos después, Pepe, junto con Inma, su mujer, y David y Marina, sus dos hijos pequeños, también llegaron. Nacho, el mayor, tenía intención de pasarse más tarde porque sus obligaciones con los amigos lo reclamaban en otra parte de la ciudad.
La celebración quedó totalmente centrada en nuestro inminente traslado a Suecia. Las conversaciones, los chistes y las palabras de ánimo y consuelo se mezclaron en un salón en el que se respiraba el aire de la primavera aderezado con nerviosismo, tristeza, alegría y expectación.